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CRÓNICAS DE LA PATRIA VIEJA (II)



Ricardo Arocena

EL "PARDO" ENCARNACIÓN


Al igual que lo que pasó con su admirado Jefe, Don José Gervasio Artigas, sobre el pardo Encarnación Benítez cayó una espesa leyenda negra. Las clases patricias nunca le perdonaron su entrega, hasta las últimas consecuencias, a la causa de una revolución que tenía como objetivo que los "más infelices" fueran los "más privilegiados".

¿Cómo alguien que no era nadie se había atrevido a cuestionar el orden natural, metiéndose con el sagrado derecho de propiedad? Peor aún: ¿cómo un simple mulato, que mejor sería que siguiese de esclavo, había llegado al extremo de confiscar bienes, para repartirlos entre otros menesterosos como él?, se enervaban los poderosos.

Debía pagar, y el castigo debía ser ejemplar: no alcanzaba con acabar con su persona, había que acabar con su recuerdo y con su honorabilidad. Por eso el odio sobre Encarnación cayó como un manto, ocultándolo a él e intentando empañar las razones de su lucha: fue tratado de "perverso, vago y turbulento", al mando de "un tropel de malvados". Y en una carta al prócer fue acusado por el Cabildo de que encabezando una partida destrozaba las haciendas, desolando las poblaciones... para distribuir "ganados y tierras a su arbitrio".

Hete aquí el verdadero crimen: distribuía, según sus enemigos se quejaban, "ganados y tierras a su arbitrio", o mejor dicho, según se lo había indicado el poder revolucionario. En otras palabras, estaba cumpliendo en forma cabal y contundente con el mandato expreso del Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de su Campaña y Seguridad de sus Hacendados, que promulgado en la primavera de 1815 tenía como sentido esencial asentar sobre la tierra a los pobres del campo.

Los "malos europeos y peores americanos" no se dejaban engañar: bien sabían que Encarnación no actuaba por voluntad propia y que el inspirador de tanto "atropello" era el "feroz Artigas...", que se estaba aprovechando de la "bruta imbecilidad de las clases bajas...", como escribiría en sus memorias, décadas después uno de sus más furibundos enemigos. En suma, ese "jefe de bandoleros", era el verdadero responsable, porque embebido de "teorías disolventes y desorganizadoras" y de "perniciosas doctrinas", le había dado la espalda a las familias honorables, "prefiriendo a la chusma". Ya ajustarían cuentas, también con él...

"PERVERSO, VAGO Y TURBULENTO"

¿Pero quién era en realidad aquel "tal Benítez", que contaba con el apoyo incondicional de Artigas y que tanta exasperación había causado? Según se cuenta "vestía con el traje más fantástico que se pueda nadie imaginar, recolectado en mil destinos...". El oficial oriental Ramón de Cáceres, quien lo conoció en Paysandú, lo describe como "un pardo muy grueso, cuya figura imponía respeto, o terror, usaba bota de medio pie, y estribaba con los dedos sobre el estribo (...)".

Pero más allá de su porte, se sabe que fue un individuo "valiente hasta la osadía", y que en la época colonial debió sobrellevar todo tipo de afrentas, por negro y por esclavo. Pero también que encontró en el artiguismo la oportunidad de reencontrarse consigo mismo, transformándose en un referente para tantos criollos sin tierras.

Había asumido plenamente el mandato del Padre de la Patria, luchando hasta las últimas consecuencias, para que los negros libres, los zambos, los indios, los criollos pobres, las viudas con hijos, en suma los desheredados, tuvieran una oportunidad sobre esta tierra.

Por eso era que en los grandes salones, adonde las clases ricas solían reunirse a comentar los sucesos de aquellas épocas, insólitamente había comenzado a sentirse el nombre del negro.

¿Qué no se habrá dicho sobre él? No es difícil imaginar...

Posiblemente fue acusado, al igual que Artigas, de contrabandista, de anarquista, de portar "ideas perniciosas" y de quién sabe qué cosas "peores". Con certeza sabemos que fue tratado de "perverso, vago y turbulento" y que las más tenebrosas historias corrieron sobre su persona, calando hondo en el imaginario colectivo, al punto que en el decir de aquel entonces quedó grabado el refrán: "es más malo que Encarnación".

Como la historia por lo general la escriben los vencedores, aquellas tenebrosas diatribas permanecieron a través del tiempo. Si bien un ingente esfuerzo de historiadores compatriotas permitió recuperar la gesta de José Artigas de las tinieblas de la calumnia, no ocurrió lo mismo con muchos de sus seguidores, que continúan en el anonimato, hundidos en el pasado, o peor aún, en la descalificación y la mentira, mientras paradojalmente personajes de dudosa trayectoria son recordados por el nomenclátor ciudadano.

"BELLACONES"

La realidad es que Encarnación fue un héroe popular que personificó todas las virtudes de una revolución agraria que ha sido considerada como una de las más profundas en la historia del continente. La dureza de su vida le ayudó a comprender que en el artiguismo confluían la insurgencia nacional independentista junto a la revolución social de los pobres del campo.

Dotado de un enorme poder de comunicación, recorrió los pagos repartiendo tierras, en particular en la zona sudoeste de la Banda Oriental, en la Cuchilla Grande de Soriano. Junto a otros patriotas dividió los campos de Albín, Azcuénaga y Antolín Reyna, entre otros. Cuando se propuso profundizar los repartos, chocó con la tenaz resistencia del Cabildo de Montevideo, que, como era de esperarse, se puso del lado de los poderosos.

A lo largo y ancho de la Banda los orientales habían comenzado a edificar sus estancias de acuerdo a las prescripciones del Reglamento. Masivamente los paisanos fueron afincándose en la tierra, en la medida que tomaban conciencia de que tenían derecho a ser propietarios. Desde Purificación, población que debía su nombre a la pureza de los ideales que allí se defendían, Artigas controlaba.

El Cabildo de Montevideo, integrado por hacendados que se veían afectados, e inspirado en aquello de "divide y reinarás", comenzó a tomar medidas contra la revolución agraria. Una de ellas fue difamar a los lugartenientes del Jefe de los Orientales encargados de aplicar el Reglamento Provisorio, entre ellos al combativo "pardo", a quien lo acusaban de faenas indiscriminadas, de repartos antojadizos y de adjudicaciones desiguales de tierras.

Lo que en realidad ocurría era que el entusiasmo había impulsado a los paisanos a una espontánea ocupación de los campos, sin esperar las resoluciones de un Cabildo, que sobre el tema se mostraba particularmente renuente.

Cansado de tanta diatriba, el Encarnación le escribe a Artigas, "muchos bellacones prevalidos de mi bondad quieren abusar de mi sufrimiento, hasta el término no solo de insultarme, sino de amenazarme en mis barbas de juntar gente y batirme hasta mi total exterminio".

HABLA ENCARNACIÓN

Dejemos que a través del tiempo nos hable el propio Encarnación. En la carta a la que más arriba hacíamos referencia, dirigida a su admirado Jefe Don José G. Artigas, se puede entrever la dimensión política y humana de aquel luchador. Para la cabal comprensión de aquel texto, los párrafos han sido transcriptos con un lenguaje actualizado, ajustándose algunos términos y la puntuación.

"Es público y notorio y constante, cuánto me he desvelado por celar el orden general y (aplicar) del modo que me es posible las instrucciones públicas y privadas, que me tiene V.E. comunicadas (...), para hacer entrar las cosas en su debido juicio", comienza diciendo.

Y agrega: "Usted sabe lo arduo de la empresa, porque todavía están amotinadas las pasiones. No hay dificultad que yo no arrostre para cumplir su benéfico mirar (...) y desempeñar mi comisión de un modo digno de la aprobación de V.E."


Luego de subrayar su fidelidad a la causa de la revolución y haciendo referencia a la virulencia que venía de Montevideo y a cómo debió reprimir su indignación ante ella, puntualiza: "Yo sufrí ese desacato (...), no me acordé de las muchas lágrimas que le he visto derramar, cuando enviándonos contra los enemigos, sólo nos encargaba la tranquilidad del vecino".

Posteriormente le aclara a Artigas algunos de los infundios con que se lo había querido manchar, diciéndole que en ocasión de los disturbios generados en Soriano y Mercedes con motivo de la elección de jueces, había recibido las órdenes del Cabildo, partiendo hacia esos pagos con sus "pocos soldados".

"No a matarlos ni batirlos, sino a persuadirlos con mi amistad y respeto, aparentando como era preciso, que en todo trance había de sostener la autoridad del Cabildo (si este tenía o no justicia ni yo debía averiguar, porque no soy letrado, pero debía suponerla (...)".

"Pues apenas me presencié en Mercedes, cesaron los desórdenes, acallándose los unos, fugándose los otros. Si este silencio o fuga fue de puro temor no me pesa, porque conseguí aquietarlos, que era el fin a que me comisionaba el Cabildo y al que entré gustoso, porque amo y deseo la paz", agrega.

Posteriormente señala que aquellos buenos oficios practicados a favor del bien público, le acarrearon muchos enemigos, no faltando quien lo calificara "de estafador", calumnia ante la cual los había conminado a "una plena probanza" ante el propio General Artigas.

A continuación deja constancia de la ingratitud de aquel momento de paz, en el cual era notoria la insolencia de los bellacones, "que habiendo vivido en el regazo de sus familias, regalados con ellas y tratando de su utilidad, quieren insultar a los hombres de bien, que expusimos el pecho a las balas y dardos de los enemigos, mientras ellos entregados al ocio, solo trataban de sus propios emolumentos".

Y con un dejo sarcástico puntualiza: "Después que la Provincia se ve libre de los enemigos, todos los vecinos son excelentes patriotas y habiendo vivido en sus ranchos, o escondidos en sus montes mientras duró el peligro, ahora dicen que defendieron la campaña. ¿Y cómo?"

El Reglamento Provisorio determinaba, por razones tácticas, que los terrenos a repartirse fueran los de los "malos europeos y peores americanos", sin que se tocara la propiedad de grandes estancieros que hasta ese momento continuaban aliados a Artigas.

Es más, y de acuerdo a las normas preestablecidas, había que devolver tierras ya repartidas, lo cual motiva la queja de muchos comandantes artiguistas, entre ellos la del propio Encarnación, quien le desliza una advertencia al propio Artigas: "La entrega de la estancias de Albín al Poder "aviente" (...) es abrir un nuevo margen a otra revolución peor que la primera".

"El clamor general es: nosotros hemos defendido la patria y las haciendas de la campaña, hemos perdido cuánto teníamos, hemos expuesto nuestras vidas por la estabilidad y permanencia de las cosas. ¿Y es posible que desde el Padre, hasta el último negro, a todos nos hayan perseguido y procurado de todos modos nuestro exterminio, (y que) sigan ellos disfrutando de sus antiguas usuras y nosotros destrozando su mala conducta y su anti patriótica versación (...)".

Y con dramatismo se pregunta: ¿es posible que "sean estos enemigos declarados del sistema los que ganan y nosotros los que perdemos?".

"NUNCA FUERON VIRTUOSOS"

Aquel Cabildo, que diciéndose patriota en realidad complotaba con el enemigo español, sostuvo una política tan ásperamente antiartiguista, que el Jefe de los Orientales terminó por explotar: "quitar de un solo golpe las pasiones de estos hombres es lo más difícil: nunca fueron virtuosos, y por lo mismo costará mucho el hacerlo".

Hasta que finalmente, y cansado de tanta intriga, el Jefe de los Orientales termina por amenazar: "aguárdenme el día menos pensado...". Y con resonancia histórica agregará: "verá usted si me arreo por delante al gobierno, a los sarracenos, a los porteños, y a tanto malandrín que no sirve más que para entorpecer los negocios".

En los hechos, en aquel tumultuoso año de 1815, en la Patria Vieja convivían dos gobiernos paralelos, dos políticas, dos proyectos diferentes. Encarnación era fiel expresión de una de esas visiones, en definitiva, como su nombre lo indicaba, encarnaba fielmente el espíritu de cambio que por aquel entonces sacudía a la Patria Vieja.

Pero finalmente el invasor portugués llegaría con la complicidad del gobierno de Buenos Aires, defensor acérrimo de los hacendados confiscados, y la Plaza de Montevideo sería ocupada, con el aplauso de muchos de los cabildantes que en algún momento se habían mostrado como patriotas.

Poderosos propietarios de bienes y hombres abrieron felices las murallas de la ciudad a una potencia extranjera que tenía entre sus objetivos terminar con la política agraria artiguista. Entre los que recibieron al nuevo poder había poderosos latifundistas, como Juan de Medina, Agustín Estrada y León Pérez... Y el letrado de todos ellos, el reconocido y de muchas formas homenajeado, Francisco Llambí.

Mientras esto ocurría Encarnación Benítez concentraba su lucha contra el "portugo", generándole enormes bajas, hasta que validos de una artimaña, los invasores caen sobre su campamento y quienes en él estaban acaban "prisioneros, heridos o muertos". Todo indica que aquel fue el final del tal Benítez, más conocido como el "pardo Encarnación".

Domingo F. Sarmiento, quien calificó a nuestro Prócer como el "patriarca de los caudillos del degüello y la barbarie", diría de su lugarteniente que había sido "el más horrible de aquellos bandidos, un atleta de ceño y hechos feroces...". Sin embargo la historia nos cuenta que acabó sus días empuñando un arma, mientras otros se acomodaban a la nueva situación.

El Uruguay independiente nunca rescató del olvido a aquel legendario personaje, ni le realizó honores, tampoco bautizó con su nombre calles y escuelas. Una de las razones puede que esté en que casi doscientos años después de que Encarnación recorriera con sus partidas los campos de la Patria Vieja, el problema de la tenencia de la tierra sigue vigente. Y no conviene agitar viejos fantasmas.

Para colmo, hoy en día gran parte de nuestras tierras han sido compradas por Sociedades Anónimas a precios irrisorios, con el objetivo de forestarlas en forma indiscriminada, afectándose sistemas ecológicos naturales. Como consecuencia un gran número de productores han debido abandonar sus campos, antes verdes y productivos y hoy áridos y resecos.

La causa de la reforma en el agro no puede entonces reducirse a una anécdota del pasado. Es de candente actualidad. Los cambios ocurridos en el mundo han terminado por agudizar problemas de larga data, que en su esencia mucho tienen que ver con la lucha de Encarnación.

¿Quién sabe? En el momento de enfrentar a la muerte, en un último y amargo quejido, y atormentado ante la entronización de "tanto malandrín", tal vez el mulato se haya vuelto a preguntar: ¿será posible que sean siempre los enemigos los que ganan y nosotros los que perdemos?

De que exista voluntad política de cambiar las cosas depende que la respuesta a tan dramática pregunta no acabe siendo parte de otra renovada y posmoderna resignación.

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