martes

OBDULIO VARELA: LA GLORIA TAN TEMIDA (con la Orientalidad al palo)



por Franklin Morales

(reportaje recuperado de Grandes Entrevistas Uruguayas / Edición, introducción y prólogos de César Di Candia)

 PRIMERA ENTREGA

Tuvo una infancia signada por la más feroz pobreza y una juventud en la que el alcohol fue su único refugio. Su padre era hurgador de basura, la familia vivía en la marginalidad y él tuvo que salir a vender diarios sin terminar su tercer año escolar. Cuando creció, los mostradores de los bares lo atraparon. A ello debió su primer apodo, “Vinacho”, y un intento de suicidio en las aguas portuarias. Los excesos, sin embargo, no hicieron mella en su físico, y en 1936 inició su carrera “profesional” -es un decir- en el club Deportivo Juventud, que militaba a los revolcones en las canchas peladas de la división Intermedia. Era por entonces peón de albañil y no sabía qué eran las prácticas ni la gimnasia ni el cuidado de su cuerpo. Dos años después pasó a Wanderers, a la Selección, y de allí a Peñarol. Cuando Maracaná lo convirtió en leyenda, tenía ya treinta y cuatro años, y una personalidad avasallante puesta a prueba en la huelga de jugadores del año 48. La noche de Maracaná salió a festejar solo por los boliches de Río, y al día siguiente se negó a asistir a la recepción en la Embajada de Uruguay, “porque ese no era un lugar para un negrito pobre”.

Convencido de que la fama era una carga, Obdulio Varela escapaba a los protagonismos, y sin duda por eso, su trato con la prensa nunca fue fluido. Tres años después de Maracaná, había obligado a un enviado de la revista O Cruzeiro a esperarlo cinco días en la puerta de su casa, antes de recibirlo. El periodista del diario Hechos, Franklin Morales, quien en 1963 logró acceder a él por la mediación del presidente de Wanderers, Luis Alberto Castagnola, logró el milagro de hacerlo hablar, por primera vez, del Mundial del 50, de sus desengaños, del fútbol, de su trabajo en el Casino y de las razones por las cuales había prácticamente renunciado al mundo. Poseedor de una excepcional inteligencia no cultivada y de un notable carisma, Obdulio Varela fue una referencia obligada de la cultura nacional. En la valoración popular, un prócer.

-Él está durmiendo…

Me lo dice su mujer, que con una botella de leche en la mano y un bolso vacío salía hasta el almacén del barrio.

-Llega justo porque así no queda la casa sola…

-¿Sola?

-Sí, porque él se levanta siempre tarde y no se mueve aunque tiren la puerta abajo…

Entonces entra a despertarlo y me quedo solo en el living-comedor de esta casa que estira el cuello y mira por encima de las demás, desde su planta alta coronada por tejas rojas. Son las diez de la mañana y desde la calle llega un silencio de piedra. Hace rato que el barrio vació las entrañas de sus casitas, despidiendo columnas de hombres con urgencias de tarjetas de entrada. Por la persiana levantada miro hacia afuera… La calle arrastra las ansias de todos, es la gran protagonista de su pequeña historia sin sobresaltos, como en otros lugares es un río, una llanura, un puerto… Es el sitio de reunión en los atardeceres, la cancha de los interminables partidos, la esquina de la cita apenas murmurada, el escenario de promesas renovadas, el santuario del “buen día, el saludo de mates repetidos… Eso es 20 de febrero por Tomás Claramunt, por Irureta Goyena, por Alonso de Ercilla, por donde vive Obdulio, Obdulio Jacinto Varela. Estoy detrás de la puerta que escondió hasta ahora y por años al futbolista inmenso, al crack de leyenda, del otro lado de la puerta que guardó celosamente el mito, la fama, el misterio de su personalidad. Aguardo al hombre bautizado mil veces. Con pasión, con grandeza, con afecto, con gloria. El apellido se perdió en los años lejanos de Wanderers. Después, el bautismo colectivo. Fue lo que quiso la gente, la calle. Todo menos Varela. Fue Obdulio, así a secas, como tuteándolo para darle al hombre el calor de un abrazo. Fue Negro Jefe cuando lo suyo tomó dimensiones de escuela… Miro a mi alrededor. Una vitrina guarda medallas y plaquetas dedicadas al dueño de casa. Encima hay una réplica de la Copa del Mundo, junto a un cuadro con la fotografía de los equipos que llegaron a Brasil en el cincuenta, el escenario donde repitió su propio grito, cuando activos duendes sugerían que lo fácil era ser eco del grito de los demás… Está allí, en la fotografía, parado con los brazos detrás, mirando para arriba. ¡Mil novecientos cincuenta! ¡Dieciocho años! ¡No es mentira! Es hoy, es ahora, es mañana. Siempre. Usted le ganó al tiempo, Obdulio; tiene, en lo suyo, la permanencia de los clásicos, la vigencia de lo perfecto…

-No. Todo se achica, todo cambia. Lo pasado hay que dejarlo quieto…

Sólo pararse y mirar

Entró frotándose las manos, riéndose con una alegría que le nacía en los ojos y le sacudía el cuerpo. Tenía una camisa de manga corta, azul, pantalón “pied de poule”, calzaba zapatillas. Sin medias. Me pidió disculpas por el “desorden” de la casa, apartó unos vestidos que colgaban de una silla (“mi mujer cose para afuera y no han venido a probarse”), después instaló su bullicio en la punta de la mesa. Yo me quedé mirándolo, en silencio. Él esperó mis preguntas, pero me quedé callado. Descubrí que en ese instante no tenía preguntas, estaba vacío, sólo tenía recuerdos, hermosos recuerdos, disparates de tiempos viejos milagrosamente reales… Entonces hilvané una frase para salir del paso, como pude hablarle del tiempo.

-Así que duerme hasta tarde…

-Sí, si no viene usted sigo durmiendo. Me acuesto tarde todas las noches. A las tres, las cuatro de la mañana, Comer y tomar es lo único que se lleva. Por eso, de mañana quedo “chanta cuatro”.

-El empleo ayuda a acostarse tarde.

-Y sí, el Casino es para los trasnochadores. Es buen empleo pero hay que aguantarlo trabaja con luz artificial y la vista sufre. El olor a tabaco mata, es como si usted fumara sin tener un cigarro. Yo me ahogo. Me paso tomando píldoras para el asma.

-¿Para el asma?

-Yo sufro de asma, pero no le doy bolilla. Es la forma de vivir. ¡Qué va hacer!

Mira el suelo, se ríe del asma, del olor a tabaco, de la luz artificial, de las píldoras.

-Esa es la forma de vivir, reírse; si se preocupa está muerto.

-¿Qué hace en el Casino?

-Nada, soy ayudante. Me paro y miro. Me gusta observar. Siempre me gustó observar a la gente. El que va a timbear no mira a nadie, sólo las fichas. Pero a veces hay que cuidarse los bolsillos. Y ahí no gana nadie; si juegan a los treinta y cinco números sale uno que está adentro de la ruleta. Yo los observo. Los veo llegar con las libretitas en la mano, con números que traen de la calle, que modifican adentro, que vuelven a modificar después… ¡Qué sé yo! Lo que tienen que hacer para ganar plata es no jugar y “sanseacabó”.


Profetas y pastores

-Así que la gente tiene sus cábalas…

-Había uno que se escondía detrás de una columna. Apostaba y salía corriendo a esconderse detrás de una columna. Después que cantaban venía como si recién llegara, haciéndose el bobo… ¡Fíjese usted! ¡Podía estar todo el año detrás de la columna!

Obdulio gesticula, abre los brazos, termina las frases con una guiñada, se “sorprende” de lo que dice abriendo los ojos desmesuradamente, espiando la reacción de quien tiene enfrente. De pronto, silba para señalar su asombro, o para reírse de algo. Se ríe y me río yo también, aunque a veces no sé exactamente de qué, arrastrado por su magnetismo, por el caudal inagotable de una presencia que resume a algunos escogidos en profetas y al resto en pastores… Me habla del Casino y me explica. Peñarol del cuarenta y nueve, Maracaná y la derrota de Suiza. Siento latir en sus venas rugido de multitud, oigo himnos de sangre y acero que le vienen cantando desde el cincuenta, compa\ñeros del presente, fantasmas del recuerdo.

Sólo se miran las fichas

-Yo me hago la panzada. Hay cada “jugadita” que ni Piendibene ni Scarone. Usted lo filma, lo pasa por televisión y la gente se enloquece. Es la mejor cómica del mundo. El otro llegó un matrimonio y se paró en la punta de una mesa. Mientras el marido jugaba, ella se sacaba y ponía el zapato. Pero pasó un “punto” y lo tiró lejos, debajo de otra mesa. ¡Bueno! ¡Había que ver! La mujer no quería decir nada y sin mirar para abajo, movía el pie buscándolo.  Cambiaba de color pero no miraba. Una cosa fenómena, para matarse de risa. Increíble. Después apareció en la punta de la sala.

“Hace poco le cambiaron la cartera a una mujer: se había hecho ‘amiga’ de un grupito. Un día oyó cantar el cero por otra mesa y fue a ver. ‘Ténganme la cartera’ dijo. En cuanto se dio vuelta se la cambiaron. Se dio cuenta a las dos de la mañana, cuando se iba. Quedó ‘chanta cuatro’ en el suelo. Perdió alhajas y plata. A veces le cortan las medallas y pulseras a las mujeres mientras juegan. Allí nadie mira más que las fichas, ¡las mujeres ni se dan cuenta!  Por eso le digo. En el Casino pasa cualquier cosa. ¡Ma’ qué Piendibene ni Scarone!

Tose, se levanta, pide permiso y va a expectorar. Después carraspea, se ríe sacudiendo sus brazos nervudos, de manos grandes. Tiene pocas canas. Está fino, delgado. Cincuenta y un años. Una hija que se casó hace seis meses y vive en el Cerro y un hijo de veintiuno que estudia para dar concurso en CHAMSEC. Tiene del padre el andar y la risa, pero heredó poco más, al menos para la imaginación popular.

 Nuestros cantares de gesta

 -No le gustó el fútbol. Era medio “chambón”.

Es la primera vez que menciona la palabra sagrada. Fútbol es su pasado, “al que hay que dejar quieto”. Entonces me rebelo de mi condición de pastor y enfrento al profeta. No recuerdo qué le dije. Sólo lo que pensé decirle, lo que pude decirle. Él es el héroe de nuestros humildes cantares de gesta, de nuestras más hermosas leyendas, de nuestra literatura anónima que se transmite por tradición oral de esquina a esquina, de boliche en boliche. Es el inmenso protagonista de nuestro Cantar de Nibelungos, sin enanos ni tesoros, el protagonista de nuestro Cantar del Mío Cid sin destierro ni la vileza de los Condes de Carrión… Él es el caudillo de un pueblo que muchas veces encontró en las canchas de fútbol del mundo, la medida de su valía, el termómetro de su orgullo. El nivel de su coraje…

 Hay que mojarles la oreja

-¿Sabe lo que pasa?, este de hoy es un país distinto. Acá en el Uruguay se terminó todo. Absolutamente todo. Yo, si veo jugar al fútbol acá enfrente, doy la vuelta por atrás de mi casa. Para mí se acabó para siempre. No quiero saber de nada, no quiero hacerme mala sangre después de viejo. Cambió todo, como en el país. O cambió el país y después cambió el fútbol. Yo no sé. Pero sé que cambió de pies a cabeza. Y para empeorar. Para descomponerse. La gente que está en el fútbol no es la misma. Se terminó el lirismo de antes. Ahora (golpea la mesa con el puño cerrado), ¿cuánto vale un punto? ¿Setenta, ochenta mil pesos? A veces mando al botija a la sede de Peñarol a buscar entradas para algún partido importante. Las trae. Entonces me dice “vamos”. ¿A dónde vamos? Al fútbol. ¡No! ¡Estás loco!, yo me voy a jugar a las bochas. O a tomar aire. Siempre me gustó tomar aire, caminar sin rumbo. Pararme, mirar, entrar, seguir. Yo creo que falta criterio en todo. En los dirigentes, en los entrenadores. Recuerdo cuando Milans fue con la selección antes del Mundial en gira por Europa. Cuando volvió hizo un informe. ¿Para qué servía? ¡Quiero que alguien me lo explique, me diga si tenía alguna utilidad, cuando fuimos a meternos en el arco nuestro a esperar que nos pelotearan! ¿Qué es lo que se puede estudiar así? ¿Ver cómo los otros nos tenían acorralados? En el fútbol hay una verdad: al contrario hay que mojarle la oreja. Si quiere ver lo que es capaz de hacer, ¡mójele la oreja! Lo que pasa es que acá no hay entrenadores.

-¿Alguien como Hirsch?

-¿Quién le dijo que Hirsch era bueno? Tenía un millón de jugadores. Ahí estaba el secreto. Después volvió, queriendo repetir el “milagro” y se tuvo que ir al poco tiempo… De esa nadie se acuerda. Yo lo conozco bien. A mí no me pueden decir que era buen entrenador.

Amasar, ¡a una panadería!

-¿Ninguno sirve entonces?

-Ninguno. Quieren dar vuelta las cosas. Se encierran en los libros que se escriben en Europa. ¡Acá a veces oigo decir que acá no se ha escrito ningún libro para tácticas! ¡Ojalá que nunca se escriba ninguno! Dejen eso para los europeos, para los que quieren hacer creer (porque ellos tampoco lo creen) que el fútbol se aprende sentando a once muchachos en la cancha a oír cómo el entrenador lee cada día una página distinta… Nosotros estamos en eso: meta fuerza y choque, y pase de primera y correr como locos. “Cuanto más se corra mejor” dicen. Entonces, el maratonista es un fenómeno y el jugador de fútbol un inservible. Yo lo veo hasta en el baby-fútbol. Está bien, aleja al muchacho de la calle. Yo me hice en la calle. Me crié ahí. Vendí diarios, hice de todo. Por eso sé que está bien que los alejen. Todos los días los chiquilines del barrio me decían “venga a vernos, Jacinto, venga a vernos”. Y una noche que volví temprano me quedé parado en Industria y Tomás Claramunt. Había un muchacho que la amasaba. ¡Lo llamaron enseguida! “Hay que pasarla de primera”. ¡A amasar que vaya a una panadería! Porque en el fútbol se terminó todo…

Hace una pausa, desliza un dedo por el borde de la zapatilla. Después explota a hablar continuando con lo que había aparentemente terminado, como temiendo no haber sido claro, o llenando vacíos que encontrara repasando lo dicho, sin importarle mucho que el que tiene a su frente estuviera llenando el silencio fabricado por él con la exploración de nuevos tenas. En una palabra: Obdulio Varela, desde la inmensa autoridad de su pasado, habla. Si quien está enfrente lo quiere escuchar, bien, adelante. Si no, al demonio con él. Pero buenamente, sin alarde, sin vanidad, buenamente.

De arriba abajo: se terminó todo

-¿Todo qué?

-Todo. De arriba abajo, se terminó todo. Para jugar al fútbol hay que ser sinvergüenza, careta. Esos son los buenos jugadores. Los pícaros, los vivos. Y toda esa vivacidad, esa sinvergüencería hay que expresarla con la pelota, tratándola, amasándola. Además, está el rubro “dirigentes”. Cuando estuve dirigiendo a Wanderers, un día fui a jugar un partido a una cancha. Entonces el presidente, que era un hombre muy importante, hoy muerto, dueño de muchas cosas, director de muchas cosas, se me acercó y me dijo: “Tenemos que ir al empate”. ¡Yo no quiero acomodos! -le grité-. Yo vengo a ganar: yo no conocía es manzana. Si usted gana, gana usted y se acabó. Si gano yo, adiós que te vaya bien… ¿Así se puede trabajar? El tema es bravo, bravísimo. Pero hay mil detalles: esas diferencias en los sueldos de los jugadores, por ejemplo. Si el dirigente estuviera diez minutos dentro de la cancha en un partido, no lo haría. “Correla vos que ganás tanto”, “dejalo a fulano que le pagan tanto”. Eso carcome todo. ¡Si no hay unidad, pueden jugar los once mejores jugadores del mundo que no le ganan a nadie! ¡La cosa es linda!

Obdulio pone diez caras distintas, especiales, a la medida del diálogo. Frunce el ceño, levanta las cejas, silba, se ríe. Y en cada uno de esos gestos impensados, fabricados al ritmo de la frase, disueltos antes de llegar al final muchas veces, tiene unas asombrosa franqueza, su querida y temida franqueza.

-A veces me entero que Corazzo está en Sud América, que se fue Pora, que Bagnulo va a Rampla, que Milans va a Danubio, que William Martínez está acá o allá. ¡Son siempre los mismos! Y así vamos… Si las cosas no marchan, si las cosas están peor, ¿cómo es que siguen pasando la pelota de uno a otro? Se hacen los enojados si pierden. “No se cumplieron las instrucciones”. Como Juancito López en el cincuenta. Con esta gente, de todos los que están, yo contrato a ocho y no me hacen un cuadro. El fútbol es como la política: son las mismas figuritas. No sé qué empeoró primero. En la Argentina pasa lo mismo. A veces leo El Gráfico y también están todos en el “giro”. D’Amico en River, D’Amico en Boca, D’Amico en Rosario, en veinte clubes. Rossi, el Pipo Rossi, que fue gran jugador, está en la misma. Y así todo.

El guardián de los sábados

-¿Cuál fue su época más feliz?

-¡La de Wanderers! Y me mira como diciendo, “¡qué cosas me preguntás!”. Aunque usted no lo pueda creer, porque todo el mundo se acuerda del Mundial. ¿Se imagina, después de haber sido peñarolense toda la vida, de ir al talud a hacerme cascar, pisar por primera vez el Estadio y ganarle a Peñarol? Fue la alegría más grande de mi vida, Uno a cero, gol de Vigorito.

Entonces se ríe y me hace reír, aunque ahora sé por qué: nos damos vuelta y observamos su juventud como si hubiera sido convocada toda junta para esperarnos. Ahí está cantando sus días ansiosos. Me cuenta sus reflexiones con esta calma a los cincuenta y un años y una vida hecha. Muchos hermanos correteando por los baldíos bravíos de Industria allá por el treinta, la escuela sin terminar, la calle, los diarios, el Deportivo Juventud, Wanderers…

-¿Cómo voy a olvidarme? En los cuadros chicos la cosa es más linda, hay más amistad, en los grandes transita gente, hay otros intereses. En los chicos, no. Un día estábamos concentrados en la quinta de don Luis Alberto Castagnola en Melilla. Había traído un baúl con toda clase de bebidas, caña, vino, whisky, lo que quisiéramos, pero con una condición: que no fuéramos al boliche. Nos pusimos a hacer planes y salimos a caminar. Caímos en una cancha de bochas de Lezica y grapa va, grapa viene, empieza a llover. No sabíamos cómo volver, no había ningún auto. Entonces nos metimos en una obra en construcción, agarramos una chapa de zinc y volvimos sin mojarnos… Eran los tiempos que don Luis Alberto contrataba un guardiacivil de particular y lo ponía cerca de mi casa los sábados que no nos concentrábamos, para vigilar que no me fuera… Cuando rechazaba el vino de Los Cerros de San Juan porque era muy fino para mí y me quedaba con “el de casa”… ¡Qué tiempos, madonna mía!

Maracaná, jugamos cien veces y ganamos una

-Pero todo el mundo se acuerda de Maracaná.

-¡Dejá que se acuerden! Dejalos nomás, todo lo mío lo vivo yo, lo de Wanderers es mío, ¿comprendés? Brasil jugaba los partidos de clasificación, yo iba a verlo desde la tribuna de Maracaná. ¡Qué lindo era! Parecían piezas de ajedrez, chiquitos, movidos vaya a saber por quién, perfectos, no parecían hombres. Salía satisfecho de ver aquello. Eso era fútbol, esos eran jugadores. Para mí el mejor fútbol del mundo es el brasileño, por vistoso, por ágil. Algunos jugadores parecen bailarines. Me acuerdo de Didí, muchos años después. Venía con la pelota y uno no sabía dónde ponerse, la traía con las dos piernas y venía cimbreándose. Bueno, en el 50 había varios Didí…

-¿Y entonces?

-¿Y entonces qué?

-Ese dos a uno, esa copa.

-¡Se habrán equivocado ellos! Por eso ganamos. Uno no sabe. No hicimos nada. Ganamos porque nos quedamos callados, mudos.

-¿Callados?

-Bueno, es un decir. Estaba bravísimo el asunto. Era una máquina Brasil. ¡Pensar que después del partido echaron a Flavio Costa! Yo lo quise traer a Peñarol pero costaba un disparate.

-Así que la gloria es una mentira.

-Métaselo en la cabeza, ganamos porque ganamos, nada más. Nos llenaron a pelotazos, fue un disparate. Jugamos cien veces y sólo ganamos esa. Adelante fracasaron todos, menos Ghiggia y Julio Pérez. Schiaffino tuvo la suerte de hacer un gol. El Omar fue siempre un caprichoso enorme, un jugador lindo para ver. La defensa era fuerte. Tuvimos la fortuna de un Matías González atrás. Una barbaridad. El “Mono” también. Ellos sintieron el rigor. Hasta cambiaban de color… Nosotros les habíamos ganado cuatro meses antes en San Pablo y ellos no se habían olvidado, a pesar del barullo. Y en el fútbol conocer a los hombres vale mucho: en Maracaná lo aprovechamos bien, fuimos a la cancha a darles unas cuantas de entrada. Por ahí nos infiltramos.

Espere que venga una guerra

-Esa actitud suya después del gol brasileño…

-¡Si me agarran a la salida me matan!… Yo no me acuerdo de nada. No me acuerdo ni dónde estuve. Aunque me ponga a pensar. A veces nos podemos a hablar con el Mono y me dice “te acordás de esto o de aquello”. Andá que te cure Lola, Mono. ¡Qué me voy a acordar de dieciocho años atrás! Dejame vivir tranquilo, Mono. Al pasado hay que dejarlo quieto. Mire lo que son las cosas: el que me hizo ir a Brasil fue don Luis Alberto Castagnola. Yo no quería, tenía treinta y tres años, en fin, no quería ir.

Sí, la innegable influencia de don Luis Alberto. A veces encontraba su coche estacionado en la calle y se detenía a esperarlo. Pero en esos años tenía también otra preocupación: la del trabajo. Pidió un empleo después de una práctica en el Estadio. Estaba presente un periodista de El Gráfico. Cuando salía se cruzaron sus miradas y Obdulio se adelantó a la objeción:

-Sí, ya sé lo que me va a decir. Que no soy patriota. Espere que venga una guerra y después júzgueme.

La guerra ya estaba declarada, en Belho Horizonte fue la primera escaramuza, en Maracaná la épica batalla final.

“Cumplidos si nos hacen cuatro”

-¿Quién dio esas instrucciones de “dar la entrada”?

-¡Hay tantas ingratitudes! La gente cree que Maracaná fue todo perfecto, que todos cincharon para ganar porque después el reparto de medallas alcanzó para todos. De oro para los dirigentes, de plata para nosotros, eso sí. Mire, el doctor Jacobo, antes de la final, unos tres días antes, lo llamó al Omar y le dijo: “lo principal es que esta gente no nos haga seis goles. Con cuatro estamos cumplidos”. Los muchachos me contaban todo lo que pasaba, y cuando me lo vino a decir le pregunté por qué no lo había echado del hotel. Era lo que correspondía. Y en el vestuario hubo “instrucciones” parecidas: “guante blanco” dijeron, y estamos “cumplidos” jugando la final. Cuando estábamos solos en la cancha, nos pusimos de acuerdo, los de afuera son de palo: “cumplidos” sólo si éramos campeones. Y las cosas se dieron así, por esas casualidades se dieron así.

La noche de Maracaná

-Después del partido, en el hotel hubo una fiesta enorme y dieron la orden de que no saliera nadie. ¡Qué me van a sacar la libertad ahora! Ahora mando yo. Le pregunté a don Américo Gil qué se podía hacer allí y me dijo que hiciera lo que quisiera. Los dirigentes se fueron a un cabaret y querían tenernos encerrados, ¡por favor! Con Matucho quedamos dueños de todo y empezamos a tomar vino. Y otra botella. Y otra botella. Y otra botella. Yo estaba para cualquier cosa. Después salimos a caminar y llegamos a la cervecería de un amigo. Ahí me encontré con todos los cronistas que estaban cenando. Me presentaron a periodistas de Francia, de Italia, ¡qué sé yo! Nos invitaron pero fuimos a sentarnos en el mostrador y empezamos con la cerveza. Al rato pedí un par de frankfurters, cuando nos íbamos le digo a Matucho, “Bueno, pagá vos que yo no traje plata”. “¡Yo tampoco!” me dijo. No teníamos un centésimo… ¡Lo que son las cosas! ¡Qué calor! Menos mal que eran amigos y les dije “mañana vengo a pagarte”. En eso cae un grupo de brasileños que habían venido a hablar del partido con el dueño. “¡Qué yogador ese Obidulio!” y que de aquí y que de allá. “¿Sabés quién es ese?” les dice el dueño, “el mismísimo Obidulio”. Se pusieron a llorar los bayanos. “¡Qué yogador vocé!”, y de aquí y de allá. Me invitaron a salir con ellos a tomar un whisky. Le digo a Matucho, “mirá, voy a ir para que no crean que tengo miedo, ¡pero capaz que quieren tirarme al río!”. Volví al hotel a las siete de la mañana pensando encontrar a todos durmiendo. ¡Cristo madonna! ¡Qué durmiendo! De la emoción no había dormido nadie esa noche. Fui pieza por pieza haciendo firmar los banderines y llegué a la de Juancito López, donde también estaba Máspoli. Cuando me ve el grandote me pregunta: “¿Es cierto que ganamos ayer, Obdulio?”… ¡Dejame vivir tranquilo Roque! Mangué a don Américo y fui a pagar la cerveza. En el camino de vuelta me tomé otra botella de whisky. Si llego con ella al hotel, con los buitres que había, ¡Dios me libre!

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