Esta médico y psiquiatra suiza recabó centenares de testimonios de experiencias extracorporales, lo que la llevó a concluir que “la muerte no era un fin, sino un radiante comienzo”.
La doctora suiza
Elizabeth Kübler-Ross se convirtió en el siglo XX en una de las mayores expertas
mundiales en el tétrico campo de la muerte, al implementar modernos cuidados
paliativos con personas moribundas para que estas afrontaran el fin de su vida
con serenidad y hasta con alegría (en su libro “On death and dying”, de 1969,
que versa sobre la muerte y el acto de morir, describe las diferentes fases del
enfermo según se aproxima su muerte, esto es, la negación, ira, negociación,
depresión y aceptación). Sin embargo, esta médico, psiquiatra y escritora
nacida en Zurich en 1926 también se transformó en una pionera en el campo de la
investigación de las experiencias cercanas a la muerte, lo que le permitió
concluir algo que espantó a muchos de sus colegas: sí existe vida después de la
muerte.
La férrea formación
científica de esta doctora, que se graduó en psiquiatría en Estados Unidos,
recibiendo posteriormente 23 doctorados honoríficos, se pondría a prueba luego
de que a lo largo de su prolongada práctica profesional los enfermos moribundos
a los que trataba le relataran una serie de increíbles experiencias
paranormales, lo que la motivó a indagar si existía el Más Allá o la vida
después de la muerte. Así, se dedicó a estudiar miles de casos, a través del
mundo entero, de personas de distinta edad (la más joven tenía dos años, y la
mayor, 97 años), raza y religión, que habían sido declaradas clínicamente
muertas y que fueron llamadas de nuevo a la vida.
“El primer caso que
me asombró fue el de una paciente de apellido Schwartz, que estuvo clínicamente
muerta mientras se encontraba internada en un hospital. Ella se vio deslizarse
lenta y tranquilamente fuera de su cuerpo físico y pronto flotó a una cierta
distancia por encima de su cama. Nos contaba, con humor, cómo desde allí miraba
su cuerpo extendido, que le parecía pálido y feo. Se encontraba extrañada y
sorprendida, pero no asustada ni espantada. Nos contó cómo vio llegar al equipo
de reanimación y nos explicó con detalle quién llegó primero y quién último. No
sólo escuchó claramente cada palabra de la conversación, sino que pudo leer
igualmente los pensamientos de cada uno. Tenía ganas de interpelarlos para
decirles que no se dieran prisa puesto que se encontraba bien, pero pronto
comprendió que los demás no la oían. La señora Schwartz decidió entonces
detener sus esfuerzos y perdió su conciencia. Fue declarada muerta cuarenta y
cinco minutos después de empezar la reanimación, y dio signos de vida después,
viviendo todavía un año y medio más. Su relato no fue el único. Mucha gente
abandona su cuerpo en el transcurso de una reanimación o una intervención
quirúrgica y observa, efectivamente, dicha intervención”.
La doctora
Kübler-Ross añade que “otro caso bastante dramático fue el de un hombre que
perdió a sus suegros, a su mujer y a sus ocho hijos, que murieron carbonizados
luego que la furgoneta en la que viajaban chocara con un camión cargado con
carburante. Cuando el hombre se enteró del accidente permaneció semanas en
estado de shock, no se volvió a presentar al trabajo, no era capaz de hablar
con nadie, intentó buscar refugio en el alcohol y las drogas, y terminó tirado
en la cuneta, en el sentido literal de la palabra. Su último recuerdo que tenía
de esa vida que llevó durante dos años fue que estaba acostado, borracho y
drogado, sobre un camino bastante sucio que bordeaba un bosque. Sólo tenía un
pensamiento: no vivir más y reunirse de nuevo con su familia. Entonces, cuando
se encontraba tirado en ese camino, fue atropellado por un vehículo que no
alcanzó a verlo. En ese preciso momento se encontró él mismo a algunos metros
por encima del lugar del accidente, mirando su cuerpo gravemente herido que
yacía en la carretera. Entonces apareció su familia ante él, radiante de
luminosidad y de amor. Una feliz sonrisa sobre cada rostro. Se comunicaron con
él sin hablar, sólo por transmisión del pensamiento, y le hicieron saber la
alegría y la felicidad que el reencuentro les proporcionaba. El hombre no fue
capaz de darnos a conocer el tiempo que duró esa comunicación, pero nos dijo
que quedó tan violentamente turbado frente a la salud, la belleza, el
resplandor que ofrecían sus seres queridos, lo mismo que la aceptación de su actual
vida y su amor incondicional, que juró no tocarlos ni seguirlos, sino volver a
su cuerpo terrestre para comunicar al mundo lo que acababa de vivir, y de ese
modo reparar sus vanas tentativas de suicidio. Enseguida se volvió a encontrar
en el lugar del accidente y observó a distancia cómo el chofer estiraba su
cuerpo en el interior del vehículo. Llegó la ambulancia y vio cómo lo
transportaban a la sala de urgencias de un hospital. Cuando despertó y se
recuperó, se juró a sí mismo no morirse mientras no hubiese tenido ocasión de
compartir la experiencia de una vida después de la muerte con la mayor cantidad
de gente posible”.
La doctora
Kübler-Ross añadió “que investigamos casos de pacientes que estuvieron
clínicamente muertos durante algunos minutos y pudieron explicarnos con
precisión cómo los sacaron el cuerpo del coche accidentado con dos o tres
sopletes. O de personas que incluso nos detallaron el número de la matrícula
del coche que los atropelló y continuó su ruta sin detenerse. Una de mis
enfermas que sufría esclerosis y que sólo podía desplazarse utilizando una
silla de ruedas, lo primero que me dijo al volver de una experiencia en el
umbral de la muerte fue: «Doctora Ross, ¡Yo podía bailar de nuevo!», o niñas
que a consecuencia de una quimioterapia perdieron el pelo y me dijeron después
de una experiencia semejante: «Tenía de nuevo mis rizos». Parecían que se
volvían perfectos. Muchos de mis escépticos colegas me decían: «Se trata sólo
de una proyección del deseo o de una fantasía provocada por la falta de
oxígeno.» Les respondí que algunos pacientes que sufrían de ceguera total nos
contaron con detalle no sólo el aspecto de la habitación en la que se
encontraban en aquel momento, sino que también fueron capaces de decirnos quién
entró primero en la habitación para reanimarlos, además de describirnos con
precisión el aspecto y la ropa de todos los que estaban presentes”.
La muerte no existe
La doctora
Kübler-Ross aseguró que después de investigar estos casos concluyó que la
muerte no existía en realidad, pues esta sería no más que el abandono del
cuerpo físico, de la misma manera que la mariposa deja su capullo de seda. “Ninguno
de mis enfermos que vivió una experiencia del umbral de la muerte tuvo a
continuación miedo a morir. Ni uno solo de ellos, ni siquiera los niños.
Tuvimos el caso de una niña de doce años que también estuvo clínicamente
muerta. Independientemente del esplendor magnífico y de la luminosidad
extraordinaria que fueron sido descritos por la mayoría de los sobrevivientes,
lo que este caso tiene de particular es que su hermano estaba a su lado y la
había abrazado con amor y ternura. Después de haber contado todo esto a su
padre, ella le dijo: «Lo único que no comprendo de todo esto es que en realidad
yo no tengo un hermano.» Su padre se puso a llorar y le contó que, en efecto,
ella había tenido un hermano del que nadie le había hablado hasta ahora, que
había muerto tres meses antes de su nacimiento”.
La doctora agregó
que “en varios casos de colisiones frontales, donde algunos de los miembros de
la familia morían en el acto y otros eran llevados a diferentes hospitales, me
tocó ocuparme particularmente de los niños y sentarme a la cabecera de los que
estaban en estado crítico. Yo sabía con certeza que estos moribundos no
conocían ni cuántos ni quiénes de la familia ya habían muerto a consecuencia
del accidente. En ese momento yo les preguntaba si estaban dispuestos y si eran
capaces de compartir conmigo sus experiencias. Uno de esos niños moribundos me
dijo una vez: «Todo va bien. Mi madre y Pedro me están esperando ya.» Yo ya
sabía que su madre había muerto en el lugar del accidente, pero ignoraba que
Pedro, su hermano, acababa de fallecer 10 minutos antes”.
La luz al final del
túnel
La doctora
Kübler-Ross explicó que después que abandonar el cuerpo físico y de
reencontrarse con aquellos seres queridos que partieron y que uno amó, se pasa
por una fase de transición totalmente marcada por factores culturales
terrestres, donde aparece un pasaje, un túnel, un pórtico o la travesía de un
puente. Allí, una luz brilla al final. “Y esa luz era más blanca, de una
claridad absoluta, a medida que los pacientes se aproximaban a ella. Y ellos se
sentían llenos del amor más grande, indescriptible e incondicional que uno se
pudiera imaginar. No hay palabras para describirlo. Cuando alguien tiene una
experiencia del umbral de la muerte, puede mirar esta luz sólo muy brevemente.
De cualquier manera, cuando se ha visto la luz, ya no se quiere volver. Frente
a esta luz, ellos se daban cuenta por primera vez de lo que hubieran podido
ser. Vivían la comprensión sin juicio, un amor incondicional, indescriptible. Y
en esta presencia, que muchos llaman Cristo o Dios, Amor o Luz, se daban cuenta
de que toda vuestra vida aquí abajo no es más que una. Y allí se alcanzaba el
conocimiento. Conocían exactamente cada pensamiento que tuvieron en cada
momento de su vida, conocieron cada acto que hicieron y cada palabra que
pronunciaron. En el momento en que contemplaron una vez más toda su vida,
interpretaron todas las consecuencias que resultaron de cada uno de sus
pensamientos, de sus palabras y de cada uno de sus actos. Muchos se dieron
cuenta de que Dios era el amor incondicional. Después de esa «revisión» de sus
vidas ya no lo culpaban a Él como responsable de sus destinos. Se dieron cuenta
de que ellos mismos eran sus peores enemigos, y se reprocharon el haber dejado
pasar tantas ocasiones para crecer. Sabían ahora que cuando su casa ardió, que
cuando su hijo falleció, cuando su marido fue herido o cuando sufrieron un
ataque de apoplejía, todos estos golpes de la suerte representaron
posibilidades para enriquecerse, para crecer”.
La especialista, en
este punto, hizo una recomendación a todos aquellos que sufren el trance de
tener cerca a algún ser querido a punto de morir. “Deben saber que si se
acercan al lecho de su padre o madre moribundos, aunque estén ya en coma
profundo, ellos oyen todo lo que les dicen, y en ningún caso es tarde para
expresar «lo siento», «te amo» o alguna otra cosa que quieran decirles. Nunca
es demasiado tarde para pronunciar estas palabras, aunque sea después de la
muerte, ya que las personas fallecidas siguen oyendo. Incluso en ese mismo
momento se pueden arreglar «asuntos pendientes», aunque estos se remonten a
diez o veinte años atrás. Se pueden liberar de su culpabilidad para poder
volver a vivir ellos mismos”.
La “conciencia
cósmica” de la doctora Kübler-Ross
La doctora
Elizabeth Kübler-Ross, intrigada por todos estos asombrosos relatos, decidió
una vez comprobar por sí misma su veracidad. Y, luego de ser inducida a una
muerte artificial en un laboratorio médico de Virginia, experimentó dos veces
estar fuera de su cuerpo. “Cuando volví a la conciencia tenía la frase «Shanti
Nilaya», que por cierto no sabía qué significaba, dándome vueltas en mi cabeza.
La noche siguiente la pasé sola, en una pensión aislada en medio del bosque de
Blue Ridge Mountains. Allí, luego de sufrir inexplicables dolores físicos, fue
gratificada con una experiencia de renacimiento que no podría ser descrita con
nuestro lenguaje. Al principio hubo una oscilación o pulsación muy rápida a
nivel del vientre que se extendió por todo mi cuerpo. Esta vibración se
extendió a todo lo que yo miraba: el techo, la pared, el suelo, los muebles, la
cama, la ventana y hasta el cielo que veía a través de ella. Los árboles
también fueron alcanzados por esta vibración y finalmente el planeta Tierra.
Efectivamente, tenía la impresión de que la tierra entera vibraba en cada
molécula. Después vi algo que se parecía al capullo de una flor de loto que se
abría delante de mí para convertirse en una flor maravillosa y detrás apareció
esa luz esplendorosa de la que hablaban siempre mis enfermos. Cuando me
aproximé a la luz a través de la flor de loto abierta y vibrante, fui atraída
por ella suavemente pero cada vez con más intensidad. Fui atraída por el amor
inimaginable, incondicional, hasta fundirme completamente en él. En el instante
en que me uní a esa fuente de luz cesaron todas las vibraciones. Me invadió una
gran calma y caí en un sueño profundo parecido a un trance. Al despertarme caí
en el éxtasis más extraordinario que un ser humano haya vivido sobre la tierra.
Me encontraba en un estado de amor absoluto y admiraba todo lo que estaba a mi
alrededor. Mientras bajaba por una colina estaba en comunión amorosa, con cada
hoja, con cada nube, brizna de hierba y ser viviente. Sentía incluso las
pulsaciones de cada piedrecilla del camino y pasaba «por encima» de ellas, en
el propio sentido del término, interpelándolas con el pensamiento: «No puedo
pisaros, no puedo haceros daño», y cuando llegué abajo de la colina me di
cuenta de que ninguno de mis pasos había tocado el suelo y no dudé de la
realidad de esta vivencia. Se trataba sencillamente de una percepción como
resultado de la conciencia cósmica. Me fue permitido reconocer la vida en cada
cosa de la naturaleza con este amor que ahora soy incapaz de formular. Me
hicieron falta varios días para volver a encontrarme bien en mi existencia
física, y dedicarme a las trivialidades de la vida cotidiana como fregar lavar
la ropa o preparar la comida para mi familia. Posteriormente averigué que
“Shanti Nilaya» significa el puerto de paz final que nos espera. Ese estar en
casa al que volveremos un día después de atravesar nuestras angustias, dolores
y sufrimientos, después de haber aprendido a desembarazarnos de todos los
dolores y ser lo que el Creador ha querido que seamos: seres equilibrados que
han comprendido que el amor verdadero no es posesivo”.
La Dra. Elizabeth
Kübler-Ross, luego que en 1995 sufriera una serie de apoplejías que paralizaron
el lado derecho de su cara, falleció en Scottdale, Arizona, el 24 de agosto del
2004. Se enfrentó a su propia muerte con la valentía que había afrontado la de
los demás, y con el coraje que aprendió de sus pacientes más pequeños. Sólo pidió
que la despidieran con alegría, lanzando globos al cielo para anunciar su
llegada.
En su lecho de muerte, por cierto, sus amigos y seres queridos le
preguntaron si le temía a la muerte, a lo que ella replicó: «No, de ningún modo
me atemoriza; diría que me produce alegría de antemano. No tenemos nada que
temer de la muerte, pues la muerte no es el fin sino más bien un radiante
comienzo. Nuestra vida en el cuerpo terrenal sólo representa una parte muy
pequeña de nuestra existencia. Nuestra muerte no es el fin o la aniquilación
total, sino que todavía nos esperan alegrías maravillosas”.
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